Bernasconi, el renacentista peruano
Pintor, ceramista, escultor, grabador, xilógrafo, joyero y
escritor. Carlos
Bernasconi es un orfebre incansable a los 95 años de edad.
Escribe: José Vadillo Vila / @vadillovila
A las ocho de la mañana, las caretas nictálopes bostezan y
las butacas solazan su purpúreo vientre ociosas de liviandad. Con sus pasos
largos de Quijote sin Rocinante, el hombre avanza con sus 59 kilos, por el
pasadizo en perspectiva perpetua. Entre bambalinas, subiendo las escaleras,
empieza su reino.
Desde hace siete años, en los altillos del teatro de Lucía,
en Miraflores, se ubica el atelier de Carlos Bernasconi. Abajo, trabajan Lucía
Irurita, su esposa, y Cécica y Sandra, sus hijas. Todas actrices. Arriba, él
convierte las ideas en objetos bellos.
Este año, Bernasconi padre cumple medio siglo
creando/trabajando en el mismo espacio. Recuerda el cartel de “Se alquila”, que
lo llevó a tocar el portón de la calle Bellavista, frente al Corral de Comedias
(hoy teatro Británico). El local era “una pampa”. Junto a dos amigos, el
arquitecto César Ruiz Mendoza y el ceramista Félix Oliva, lo transformaron en
un taller. Después lo compraron, y con los años, Bernasconi compró las partes
de sus compañeros.
Desde el sillón domina su reino de moldes, pinceles,
chisguetes de colores, tubos con papel, martillos, esmaltes en polvo. Un grupo
de esculturas liliputienses esperan que se marchen los intrusos y el maestro
culmine de pulirlas. Primero estuvo 20 años solo, trabajando, hasta que Lucía,
su esposa, le dijo que quería hacer un teatrito.
Sebastián Salazar Bondy, a quien conoció en el patio de
Letras de San Marcos en 1945, escribió: “Bernasconi funde, repuja, suelda,
granula, riela, escultor de pequeños objetos, orfebre de rostros y cuerpos,
para rostro y cuerpo femeninos, inventor de alhajas más para el gusto que para
la codicia”.
A sus 95 años ha transitado por diversas técnicas para
convertir material en arte. ¿Cuál es la favorita? “Hay cosas que añoro. Ya no
puedo hacer esculturas en bronce. La tendría que mandar a fundir y es carísimo
porque solo hay en Lima una fundición artística”.
De lunes a viernes, por las mañanas, trabaja en su taller. Y
se olvida de los problemas arteriales o el de sus piernas.
Hasta hace cinco meses manejaba su automóvil para las ocho
cuadras que separan al taller de su casa. Pero ya no quiere volverse a poner
más al volante –“el tráfico se ha vuelto tan intolerable”–, ¡debía de llegar
antes de las 6 y 30 para encontrar un parqueo! Ahora lo traen por las mañanas y
antes de las tres ya está de regreso.
Desde que el auto no sale de la cochera, Bernasconi no
asiste a exposiciones de arte. Los momentos de soledad siempre lo remiten a las
sonatas de Chopin. Pero, en horas de creación, el silencio es indispensable y
aliado.
Ahora trabaja con vinilos descartados, surcos descuartizados
de “música que no me interesaba”. Es el alma de su nueva exposición en la
galería Dédalo. “Es un capricho”, dice. Su reminiscencia personal a los años
sesenta, el “arte povera” (“arte pobre”), que conoció en Italia y que fue una
moda para hacer arte con objetos en desuso. Hoy se llamaría arte-reciclaje.
A sus 95, este hombre que se define por su mezcla “de suizo
con español”; de alma miraflorina; que estudió en la Escuela Nacional de Bellas
Artes y su primer trabajo fue como aprendiz de grabador en la Casa de la
Moneda, siempre está al día con la política del país. Bernasconi realizó el
primer grabado del poeta César Vallejo, a partir de un original del pintor
Apurimak. Después partió becado a España para estudiar.
Y es un buen lector. Acaba de terminar La Perricholi, de
Alonso Cueto, y Patria, de Fernando Aramburú. Uno compra libros que a veces no
lee; lo entiendo. Encontró en los anaqueles dos novelas de Vargas Llosa en
pendiente, El Paraíso en la otra esquina y Cinco esquinas. Ya las terminó.
Entre sus clásicos figura Cuentos romanos del novelista Alberto Moravia. Lo
conoció durante su larga estancia en Italia, igual que a “los mejores
directores italianos”, a actrices y actores.
También escribe. Publicó dos libros y continúa el ejercicio.
Tiene un cuaderno que llama, Bocetos, en que ficcionaliza a partir de cosas que
le suceden.
–He sido un hombre de izquierda, pero estoy desengañado.
Cuando vivía en Europa, fui muy amigo del pintor Renato Guttuso, que era
neorrealista y comunista. Dentro de la clasificación de la política peruana, yo
me siento un caviar, verdaderamente, porque soy un hombre de la clase media que
tiene una creencia de que todo vaya bien, y que se haga el espacio a la gente
nueva, no quiero aferrarme a la Confiep y esas cosas.
–El Perú de hoy, ¿qué le produce?
–Mucha pena y angustia. Los que hemos vivido 90 años somos
pocos, no podemos mirar el futuro, pero tenemos una visión retrospectiva muy
fuerte. Y desde que tengo uso de razón, el Perú no sale del banco de Antonio
Raimondi [“El Perú es un mendigo sentado en un banco de oro”]. Adelantamos en
ciertas cosas que son universales, la comunicación, la computación, pero en
otras, estamos en el Medievo. No ha pasado nada.
–Tal vez se deba a sus ciudadanos.
–Hay una falta de sensibilidad y una gran tendencia de la
gente de pensar que el populismo nos puede salvar. Yo he sido alumno del
alcalde Luis Bedoya. Fue un alcalde estupendo, perdimos un gran presidente.
Sacó a patadas el Zanjón. Escuché a un tipo de izquierda que el único mérito
que tenía Bedoya era cumplir 90 años. No me jodan. No puede ser que ahora se
insulte con una facilidad increíble, que un tipo diga traidor al presidente de
la República. No es decente. Esta cantidad de gente que ha entrado solo por
poner un aporte financiero, no tiene ningún mérito, ninguna cultura cívica. No
sé a dónde vamos.
Tiene un apetito voraz, pero ya no asimila los alimentos
debidamente.
Es el único sobreviviente de su promoción en el colegio
Champagnat.
–¿Y piensa en la muerte?
–Pienso con una naturalidad terrible. Se me viene pronto; no
le tengo miedo. Encuentro una cosa totalmente normal. Y trato de influir en mis
hijas para que tengan esa relación, pero la veo difícil.